sábado, 12 de noviembre de 2016

La Lechuza



Tengo tiempo queriendo escribir este post, pero ha sido complicado lograrlo mientras manejo el trabajo y la falta de inspiración para darle el toque personal. Ideas que hacen ruido pero toca atrapar a la paciencia y sentarla aquí conmigo para ponerlas en orden.

Cuando pienso en mis días de preescolar y primaria, muchos recuerdos de los buenos vienen a mi mente. Canciones divertidas, dibujo libre con creyones en cestas plásticas; recuerdo la envidia que me daba cuando alguno de mis compañeros llevaba sus colores prismacolor en aquella caja plástica que se sostenía en la mesa. También recuerdo lo que desde muy pequeña asocie con el colegio: tareas y buen comportamiento.

Niños bien portados siempre hacen silencio en clase, y para armonizar la hazaña de mantener callados a tantos pequeños, la canción de la lechuza funcionaba como perfecta estrategia. “La lechuza, la lechuza… hace ‘sshh’, hace ‘sshh’... todos calladitos como la lechuza que hace ‘ssshhh’...”

Desde mis inicios como educadora preescolar, he venido viendo los tantos cambios en perspectivas en el campo educativo, en especial las nuevas ideas en los métodos sobre cómo mejorar la experiencia educativa para los pequeños. Sin meterme mucho con el contenido que se enseña en preescolar, me enfoco más que todo en la parte de comportamiento y la idea que tenemos los docentes de un niño “bien portado”.

Por un lado, gran parte de nuestra labor es apoyar y reforzar la educación en valores que los padres comienzan desde casa, para educar personas de bien que apoyen de forma positiva a la sociedad. Pero por otro lado un elemento de gran importancia es crear un ambiente en el que los niños se sientan seguros para ser creativos e innovadores.

Muchos años han pasado desde la necesidad de un currículo que genere el mismo resultado en casa estudiante: si, la época industrial y su influencia en el sistema educativo ya caducó (aunque pocos estén al tanto). Ahora se necesitan personas creativas, que se arriesguen a crear ideas nuevas para el beneficio de la humanidad. Se necesitan estudiantes que tengan ganas de comerse el mundo y no se limiten por materias o momentos oportunos para pensar en soluciones. Porque si algo he aprendido en los 10 años de docente que investiga (sin ánimos de ofender a los que no lo hacen) es que las necesidades evolucionan, y el sistema educativo debe adaptarse a tales cambios.

En mi salón siempre hay ruido, ruido bien manejado para evitar caos, pero ruido en general. Mis niños no estás limitados a trabajar sin hablar con el vecino, porque he aprendido que en la vida real nuestras ideas florecen cuando las compartimos, y crecen de las ideas de otros. Entonces si sabemos que las ideas nacen en un ambiente colaborativo, ¿por qué no dejamos que los niños conversen en clase mientras trabajan? ¿Por qué nos empeñamos en limitar el nivel de ruido que existe y asumimos que su concentración será mejor si no hablan?

Mucha controversia existe, controversia de la buena porque las ideas nuevas necesitan ser sacudidas y refutadas para ganar más territorio o quizás ser descartadas porque no funcionan. Creo que un salón de clases donde los niños se sientan juntos y no en escritorios separados por problemas de comportamiento tiene su encanto. Creo que el ruido no necesariamente es señal de distracción negativa, sino de creatividad en producción. Creo que la educación se nutre increíblemente de las conexiones que hacemos, y si no podemos hablar con otros mientras el profe nos da una clase, entonces a dónde van a dar esas conexiones?

Cuando hablo de mis años en la universidad, siempre menciono el cambio de actitud que hubo en mí como estudiante. Porque finalmente me encontré con un ambiente que permitía la colaboración como regla durante clases, y no la colaboración en casa de algún miembro del grupo sin la guía del profesor para hacer florecer esas ideas en vez de ponerle un 10 si no daban con el objetivo. La diferencia entre ambas experiencias fue grande para mí, y finalmente le ví el sentido al trabajo en grupo realizado en clase, en vez de pasar horas escuchando a un experto hablar sobre su perspectiva del contenido.

Agradezco inmensamente haber tenido esa oportunidad, y aún más extenderla cuando hice la maestría, sin embargo siempre pensé en lo diferente que pudo haber sido mi experiencia de colegio si la colaboración se hubiese manifestado de esa manera. Porque si algo siempre supe, es que la idea de escuchar una clase por 45 minutos y luego irme a casa de Vivi a hacer un trabajo sobre lo que decían los libros no me estaba enseñando mucho. Y si, admito que mi actitud siempre fue bastante desmotivada, pero no es obligación del docente identificar los factores de desmotivación en los estudiantes?

Muchos dirán que ya en bachillerato los estudiantes deben ser responsables de su propio aprendizaje y motivarse a sí mismos, pero muy honestamente esa es una idea bastante perezosa. Asumir que la responsabilidad de aprender cae 100% en el estudiante, y no el contenido, la pedagogía o la actitud del profesor es una idea bastante inocente. ¿Por qué no nos preguntamos qué motiva a los estudiantes hoy en día, antes de juzgarlos como vagos? No me tomen a mal, sé que los hay… los he conocido, pero como docentes, ¿nos hemos dado a la tarea de analizar tal problema desde todos los ángulos posibles? ¿o acaso es más fácil llamarlos vagos?

Para volver a mi idea original, porque suelo salirme del “cuadro” (como podrán darse cuenta), lo que intento decir acá es que hay que soltar esquemas antiguos, esa canción de la lechuza y lo que representa en términos de manejo de clase es bastante anticuado y jamás querría que la maestra de mis hijos les cantara eso. Porque confiaría en que esa maestra tendría técnicas más innovadoras para enseñarles desde pequeños las normas de comunicación y lo que significa ser buenos oyentes, sin cerrar los espacios para la colaboración que sabemos, promueve creatividad.

El mensaje no debe ser “hagan silencio” el mensaje debe ser “aprendan a valorar lo que los otros están diciendo porque pueden aprender tantas cosas de los que les rodean”

martes, 8 de marzo de 2016

Leer en preescolar


Cuando escuchamos la palabra preescolar muchas cosas nos vienen a la mente. Pensamos en salones de muchos colores, letras pintadas en las paredes, tacos con o sin números, mesas y sillas pequeñas, juguetes, canciones, y mucha diversión. Dependiendo del preescolar al que asistimos, también recordamos ese primer espacio donde aprendimos a leer y escribir.


Hoy en día el preescolar ha sido víctima de una competitividad que poco tiene que ver con el desarrollo del niño. El campo laboral ha afectado increíblemente las expectativas que se tienen en los salones de clase, bajando nivel a nivel desde la universidad hasta el maternal. Se asume que quien tiene mejor título universitario, obtiene el mejor trabajo; para obtener ese título se tiene que estudiar mucho y ser el mejor, uniendo poco a poco tal concepto de excelencia con la base que se tiene en el colegio.


Para muchos el aprender a leer y escribir a temprana edad es ideal, y quienes están de acuerdo con esto probablemente darán como razonamiento el hecho de que para entrar a un buen colegio se necesita de suficiente habilidad lectora. Por lo que los padres desde hace muchos años, buscan preescolares que ofrezcan ese soporte académico que sus hijos necesitan para ser exitosos. El problema está en que los preescolares cada vez más han sustituído el juego por la instrucción.


En Venezuela, para entrar a primer grado en colegios privados, es necesario aprobar una prueba de admisión que le exige al niño escribir y leer de manera medianamente fluida. Definir esta expectativa es un poco complicado, porque es una expectativa que ha perdurado en el tiempo por muchos años, aún cuando la edad para entrar a primer grado es de 6 años. ¡6 años!


Muchos han estudiado y escrito sobre la edad óptima para aprender a leer, y en su gran mayoría coinciden en que los 6 años es la edad idónea para iniciar a un niño en el aprendizaje formal de la lectura. Con esto estoy totalmente de acuerdo, y no es información nueva o controversial. Ahora bien, hace varias décadas a alguien se le ocurrió que los niños estaban listos para aprender a leer mucho antes que los 6 años, y que el aprendizaje de la lectura era algo que debía ser promovido en guarderías antes de iniciar la educación formal en primaria.


No digo que esta persona esté totalmente desquiciada, sólo digo que a mi parecer la idea se tomó de forma muy literal. Es cierto que un niño puede aprender a leer y escribir antes de los 6 años, pero depende de procesos cognitivos que no son idénticos en todos los niños. Generalizar ha sido el error, y esperar que todo niño aprenda a leer y escribir antes del primer grado es una presión para la cual se necesita mucha más madurez emocional y cognitiva, una madurez que niños de 5 años aún están desarrollando.


Con tal expectativa para entrar a primer grado, los preescolares han ido implementando programas académicos que cada vez se parecen más y más al mismo primer grado, suplantando momentos de juego por instrucción en lectura y escritura. Muchos dirán (para el asombro de muchos otros) que el colegio no es para jugar, y el problema de tal errada opinión es que sin el juego los niños están perdiendo una de las enseñanzas más importantes que las personas necesitan: el cómo ser persona.


Las habilidades sociales se aprenden en muchos escenarios diferentes, y a través de distintas experiencias. Existen padres que se dan a la tarea de criar hijos de bien, con valores y principios que aporten a la sociedad. Existen padres que se encargan de formar niños que aprendan a ser estudiantes que logren adaptarse a varios ambientes. Existen muchos padres que hacen hasta lo imposible por enseñar lo que es la resolución de conflicto, la toma de decisiones, el beneficio de tomar riesgos, y muchas otras habilidades sociales.


Sin embargo, la idea esencial del preescolar es aportar el ambiente para que a través del juego, los niños aprendan todas esas habilidades mientras comienzan su etapa de estudiantes. El juego es vital para la colaboración, la comunicación, y todas las anteriormente mencionadas, el juego con otros niños en un preescolar permite eso y muchas más oportunidades de desarrollo socio-emocional. Un niño con un crecimiento emocional adecuado, aprenderá a leer y escribir mucho mejor que un niño con inseguridades, problemas para socializar, y falta de habilidad para resolver conflictos o tomar riesgos.


No digo con esto que el preescolar debe ser limitado al juego o a la lectura, digo que la sociedad necesita entender que lo académico sólo es significativo y sólido, cuando el lado emocional ha sido ampliamente desarrollado. Soy testigo de preescolares donde el juego tiene mayor presencia, donde los maestros preescolares pueden hacer lo que sienten es el deber ser, enseñar al niño completo y no sólo al lector que tantos esperan surja antes del primer grado. En estos preescolares existen menos problemas en los recreos, menos agresividad, menos inseguridades; la lectura vendrá en su momento apropiado, pero ciertas habilidades sociales sólo se aprenden bien en momentos claves.


Para terminar una última reflexión, los niños nacen sin resentimiento a la lectura, ellos no están predispuestos a no querer leer o ver la lectura como algo fastidioso. El problema de la actitud hacia la lectura está en gran parte ligado a ese sentimiento de fracaso o esfuerzos con mediocres resultados que quizás se obtuvieron al intentar complacer a la maestra leyendo “Mi mama me mima”. La autoestima de un niño en preescolar es frágil, y si se ven forzados a aprender algo que su cerebro no está listo para asimilar, la confianza que tienen en lo que pueden lograr sufre increíblemente.

Los niños siempre indican cuando están listos para leer, muchos de ellos entre los 5 y 6 años muestran ese interés, otros quizás se tomen un poco más de tiempo y necesiten distintas modificaciones escolares. Hagamos caso y seamos coaches en el proceso para promover una actitud positiva hacia la lectura, en vez de pretender que los cerebros son cajas vacías que necesitan mucha más instrucción.


Juntos los talones, inclínate, y con la boca bien abierta di siempre: "Si, Su Majestad"